dentro de un ruido negligente, que revienta en mis oídos, me siento como en casa y es absurda la alegría de no prever los golpes, y de no adolecer en la colisión de mis rodillas y en el bailoteo de mis zapatos en la humedad del piso, el cuidado de mi cuerpo

es como cuando era niño y miraba el sol hasta resentirlo en mis córneas, para luego volver a tierra, desorientado, mareado y un poco ciego

o como cuando entendí la luz en las motas de polvo que mi abuela barría, elevando entre las moscas una constelación mágica de suciedad suspendida

ante mis ojos ineptos

los mismos de ahora, ignorantes del tiempo

tropiezo con la gente en el supermercado, que se arrebata entre sí los productos como en víspera de otro anunciado fin de mundo, y me pregunto para qué tanto frenesí, si el hambre solo se siente mientras vivo, y solo me ahogo en tanto aún respiro

me enseñaron que en la morgue la luz llega desde arriba, uniforme, y es lo mismo tropezar con una fila eterna y paciente que con el mostrador de la fiambrería, que dispone de carne fresca para su público

como en un espectáculo de jotes y palomas que se disputan tripas y cabezas de peces arrastrados a secarse

me da por extrañar el roquerío al contacto de mis costillas, la presión latente de mi pecho y el ruido indescifrable de las gaviotas augurando quizás la firmeza de esta tierra, inamovible para mi tiempo y el suyo, un solo fragmento de viento que arrastra y dirige

sangre que fluyes caliente dentro mío

oleadas que me arrastran fuera de todo lo que veo

y el resto es solo silencio


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